Recibir un diagnóstico de enfermedad crónica implica un fuerte impacto sobre la vida en general, sobre la imagen de sí mismo, sobre las posibilidades en el futuro.
Inicialmente suele tratarse de un gran susto, a veces mezclado con incredulidad (“no puede ser, el médico está equivocado, esto no puede estar pasándome a mí…”)
A esta etapa puede seguirle una de negación más activa (“como el médico está equivocado no acudiré más a verlo, buscaré a otro …”) hasta que finalmente llega la etapa en que se acepta la situación tal como fue planteada y de esta forma se llega a tomar conciencia de estar teniendo que vivir con una cierta enfermedad crónica, como lo es en nuestro caso la enfermedad de Parkinson.
En este momento suele inundarnos una gran tristeza, por pensar en las posibles limitaciones que nos esperan, en campos tan diversos como el trabajo, la vida social, la vida diaria en general.
Este es uno de los momentos cruciales en la evolución de la enfermedad, porque puede aparecer aquí la depresión, que ya no es la tristeza esperable ante un sinsabor sino una enfermedad más, que se agrega a la existente. Hay que estar atentos a la aparición de depresión, en ese momento o en otros a lo largo de la vida con Parkinson, porque puede producir problemas (como el tender a dejar de hacer los tratamientos, por ejemplo) y es tratable y curable.
Ahora, volviendo al momento en que se llega a la aceptación de la enfermedad: Este es el punto en el que los recursos de la personalidad de cada uno se ponen en juego para aceptar lo que es vivido como “adversidad”, de la mejor manera posible.
Siempre recuerdo esta afirmación de una de mis primeras pacientes: “Yo tengo Parkinson. Pero Parkinson no me tiene a mí”.
Este quizás sea el resumen de lo que una actitud positva significa. Porque por un lado es reconocer la situación en su real magnitud (“tengo Parkinson”) pero al mismo tiempo implica la disposición personal a no dejarse avasallar por la enfermedad, conservando la independencia y la autonomía.
Y es aquí donde familiares y amigos pueden contribuir grandemente.
Para conservar su independencia y autonomía, la persona con Parkinson debe intentar realizar las actividades por sí misma. Quizás le tomen un poco más de tiempo, quizás las haga con más lentitud, pero logrará hacerlas y el resultado final será el esperado. Quienes lo rodean deberán esmerarse en ser pacientes, no intentar suplantarlas sino darles el tiempo para que actúen y ejecuten.
Esto que parece tan sencillo no suele ser tan fácil de ser llevado a la práctica, pero debe ser tenido muy en cuenta. Porque está en la base del bienestar y la calidad de vida.
Cada paso dado para mantener la independencia, por más pequeño que sea, contribuye a la buena evolución general.
Y cada vez que un amigo dedica parte de su tiempo a conversar, va de visita, invita a una salida, esto también estimula la autonomía, ya que es constructivo para la persona no sentirse apartada, dejada de lado, por su enfermedad. No olvidemos que el Parkinson llega a ser “visible” para el entorno y esto hace que una persona pueda avergonzarse de su apariencia. Darle espacio, un ambiente amigable y receptivo. Esa es otra de las claves.
Dra. Nora Taubenslag
Departamento de Salud Mental
División Interconsulta y Psiquiatría de Enlace